Escribir del Combate de la Concepción, es escribir desde los sentimientos más profundos del valor y el compromiso, desde el amor por la patria y el recuerdo imborrable de setenta y siete jóvenes que decidieron entregar su existencia, antes de ver en vida mancillada la honra de la nación.
En toda gesta heroica hay personajes anónimos, que desde su silencio aportan a la grandeza, pero también los hay protagonistas, a los cuales los toma la Historia para el regocijo popular y público.
Para nadie es un misterio que los hermanos Carrera, soñaron antes que nadie con un Chile nuevo y libre, lejos de las injusticias y opresión que dominó el fin del periodo colonial y que se intensificó a modo de revancha y amedrentamiento durante la llamada “Reconquista Española”. Lejos de amilanar, esto terminó provocando que la semilla de la independencia que José Miguel sembró con tanto esmero entre los criollos, creciera en fuerza, espíritu y sobre todo en número, convirtiéndose él y su familia, hasta nuestros días, en un icono de esperanza libertaria.
Un dicho popular afirma que la sangre tira, haciendo referencia a que uno no puede desconocer a quien lleva su misma estirpe y comparte su historia, más aún cuando es una llena de voluntad y arrojo como la de los Carrera. Ignacio Carrera Pinto, hijo de José Miguel Carrera Fontecilla, y nieto de José Miguel Carrera Verdugo, guardaba en su ADN el atrevimiento de un pueblo completo.
Desde niños, nuestros padres, colegios y libros, nos han contado acerca de la hazaña de los setenta y siete de la Concepción, los nombres de Ignacio Carrera Pinto, Arturo Pérez Canto, Julio Montt Salamanca y Luis Cruz Martínez, los escuchamos varias veces en aniversarios, clases y discursos; ¿Cómo fue posible enfrentar a dos mil y más peruanos? Me acuerdo de la Batalla de las Termopilas, entre griegos y persas, y también de los uruguayos y brasileños para el “Maracanazo”. Y es que de vez en cuando los hombres se superan a sí mismos.
Sabemos acerca del Combate, pero pocas referencias hay a lo que sucede luego, para que finalmente los corazones de nuestros oficiales descansen hoy a un costado de la entrada norte de la Catedral de Santiago.
LOS JOVENES CORAZONES
Para ser estrictos con la historiografía tradicional, diremos que el Combate de la Concepción, 9 y 10 de julio de 1882, se enmarca dentro de la llamada “Campaña Terrestre”, en su etapa de “Campaña de la Sierra”, cerca de la ciudad de Huancayo en Perú. A modo de contextualización, el Ejército de Chile y sus fuerzas de ocupación dirigidas por Patricio Lynch, se veían constantemente asediadas por ataques de la guerrilla peruana, que se habían diseminado por la sierra y congregaban campesinos e indígenas; como una manera de combatirlas es que Lynch enviaba compañías expedicionarias a pacificar la alterada zona.
El 9 de julio el capitán Ignacio Carrera Pinto se encontraba cumpliendo órdenes en el poblado de la Concepción, incluyéndole eran 4 oficiales, setenta y tres soldados y tres mujeres (quienes habrán sido compañeras de alguno de los soldados, una de ellas al parecer iba con su hijo pequeño, y otra tenía un avanzado embarazo) quienes lo acompañaban, muchos de ellos enfermos de tifus y cólera, ambas enfermedades muy comunes dada las condiciones de la guerra y de la sierra peruana.
Cerca de las 14:30 hrs. aparecieron las fuerzas peruanas por los cerros Piedra Parada y el León, la emboscada que se venía preparando hace días, y el gran número de los oponentes, hacía imposible el salir del poblado; paralelamente Ignacio Carrea Pinto, recibe la ya famosa petición para la rendición de las fuerzas chilenas de parte del Coronel Gastó:
“Señor Jefe de las fuerzas chilenas de ocupación.- Considerando que nuestras fuerzas que rodean Concepción son numéricamente superiores a las de su mando y deseando evitar un enfrentamiento imposible de sostener por parte de ustedes, les intimo a deponer las armas en forma incondicional, prometiéndole el respeto a la vida de sus oficiales y soldados. En caso de negativa de parte de ustedes, las fuerzas bajo mi mando procederán con la mayor energía a cumplir con su deber. Dios guarde a usted.
Juan Gastó”.
El héroe chileno respondió cordialmente, pero haciendo notar su impronta carrerina:
“En la capital de Chile y en uno de sus principales paseos públicos existe inmortalizada en bronce la estatua del prócer de nuestra independencia, el general José Miguel Carrera, cuya misma sangre corre por mis venas, por cuya razón comprenderá usted que ni como chileno ni como descendiente de aquél deben intimidarme ni el número de sus tropas ni las amenazas de rigor. Dios guarde a usted.
Ignacio Carrera Pinto”.
Con treinta y un años, Carrera había sellado su destino, no se rendiría y esperaría en cambio los refuerzos desde la localidad próxima de Huancayo, en donde se encontraba el Coronel del Canto con el grueso de los hombres. Parapetados en la plaza a la espera de auxilio, conforme pasaba el tiempo aumentaban las bajas y la cantidad de adversarios que se sumaban al ataque contra los chilenos. A las 19:00 hrs. hubo un intento desesperado por romper el cerco peruano, pero la operación terminó por hacer retroceder a los chilenos hasta el cuartel.
Al anochecer hubo otra búsqueda por salir, pero lo único que se consiguió fue que Ignacio Carrera Pinto fuese herido en un brazo, aquello no importó, una vez curada la herida y puesto su brazo en cabestrillo, retomó el mando de sus tropas. Los chilenos debían seguir replegados en el convento acondicionado como cuartel. Los peruanos comenzaron a incendiar los techos del lugar para obligar a salir a los chilenos, quienes respondían con las balas que quedaran. Entre la lucha y el fuego es que deciden tratar una vez más, al parecer para refugiarse en una casa vecina que contaba con un mejor perímetro de defensa, pero antes que ocurriese vino una carga peruana que tuvo una resistencia feroz, no obstante se llevó a la inmortalidad a Ignacio Carrera Pinto. El mando cayo en Montt, quien apenas superaba los veinte años.
Al amanecer del 10 de julio, sólo quedaban cuatro soldados bajo las órdenes de Cruz Martínez, quien con diez y seis años, tenía muy claro cuál era su deber, y así se lo hizo saber cuándo una vez más lo convidaron a la rendición: “¡Los chilenos no se rinden jamás!”.
Ya no quedaban balas, pero sobraban las ganas de demostrar el estoicismo del soldado chileno, por lo que se dispusieron a la carga final, en ella sus cuerpos fueron ensartados y mutilados por las lanzas y machetes de los indígenas, tampoco se salvaron mujeres ni niños; a continuación, vino uno de los episodios más grotescos de la guerra, cuando los cuerpos de los chilenos fueron descuartizados en cientos de pedazos que fueron arrojados de un lado a otro, y levantados en señal de triunfo.
Al medio día llegó la tropa chilena desde Huancayo, y no podía dar crédito a tal escenario brutal y dantesco. Fue imposible el poder reconstruir los cuerpos de los oficiales chilenos, por lo que se optó por rescatar sus corazones y trasladarlos en un frasco con alcohol. Mientras todo lo demás fue depositado en una zanja atrás de la Iglesia, la cual fue luego incendiada.
Los Corazones vuelven a Chile
Los corazones de los noveles héroes, fueron trasladados hasta la capital Lima, en esa ciudad hubo una misa en la Iglesia de Santo Domingo para las honras fúnebres, en ella aparecieron las más destacadas personalidades chilenas del lugar, y muchos compatriotas avecindados allí y en el Callao. Los restos estuvieron en la urbe peruana hasta marzo de 1883. Luego de aquello fueron trasladados a Santiago bajo fuertes medidas de seguridad y recibidos con grandes honores para ser depositados en la Iglesia de la Gratitud Nacional (en Alameda con calle Ricardo Cummings), en donde también se velaron a muchos combatientes de la Guerra del Pacifico. Precisamente ahí, en el barrio de la Cañada, concurría mucha gente para honrar los restos de los malogrados oficiales. Entonces el Ejército en 1900 prefirió reclamar las preciadas reliquias, y fueron llevadas a un Museo Militar, el cual se encontraba al lado del cuartel de artillería.
Un grupo de veteranos de la Guerra comenzó una cruzada en 1911 para que los restos descansaran en la Catedral de Santiago, aquello se hizo en un pedido formal al Arzobispo Juan Ignacio González Eyzaguirre y al Ministerio de la Guerra, para que la Iglesia se hiciera cargo de la custodia. Durante junio se hizo el monumento, y cerca de un mes más tarde, el 9 de julio, en una ceremonia imponente, encabezada por el Presidente Ramón Barros Luco, los corazones fueron colocados en el lugar que ocupan hasta el día de hoy. En el epitafio se puede leer:
“Aquí, en el primer templo de Chile y a la vista del Dios de los Ejércitos, para perpetuo ejemplo de patriotismo se guardan los corazones de Ignacio Carrera Pinto, Julio Montt Salamanca, Arturo Pérez Canto y Luis Cruz Martínez”.
Desde 1939 a la fecha, el 9 de julio se efectúa el juramento a la Bandera, momento en que los jóvenes chilenos que han ingresado al Ejército se comprometen a defender a la patria de la misma manera en que lo hicieran los setenta y siete de la Concepción. El juramento dice así:
Juro, por Dios y por esta bandera,
servir fielmente a mi patria, ya sea en mar, en tierra o en cualquier lugar, hasta rendir la vida si fuese necesario, cumplir con mis deberes y obligaciones militares conforme a las leyes y reglamentos vigentes, obedecer con prontitud y puntualidad las órdenes de mis superiores, y poner todo mi empeño en ser un soldado valiente, honrado y amante de mi patria.
Si pasa nuevamente por la Catedral de Santiago, al entrar deténgase un momento, mire hacia su derecha, y salude a quienes dieron la vida por el orgullo de Chile.
Jorge Andrés Pomar R.
Socio Instituto de Investigaciones Históricas José Miguel Carrera